En su libro sobre Paracelso, Franz Hartmann expone las importantes diferencias entre la concepción materialista de la ciencia moderna (y esto ya era así a finales del siglo XIX) y la ciencia oculta y las tradiciones místicas. Hartmann considera que la ciencia materialista se encuentra bajo el embrujo de la diosa Maya, es decir de las apariencias y las formas físicas. La ciencia materialista «mantiene que la forma es la causa primera de todas las manifestaciones de poder; es decir, que la materia crea la vida y la inteligencias; por otro lado el ocultismo, mantiene que todas las formas son sólo medios e instrumentos a través de los cuales un único principio se manifiesta a sí mismo de forma diversa y que, por ello, es el principio el cual es la causa primera de la existencia de la forma y de aquello que llamamos ‘vida’ y de todas sus manifestaciones subsecuentes, como la inteligencia, la conciencia, el amor, la sabiduría. Ya sea que llamemos a este poder o principio «Dios» o «la ley de la naturaleza» tiene poca consecuencia si al menos reconocemos su existencia. «Hay un universo invisible dentro del visible, un mundo de causas dentro del mundo de los efectos. Hay una fuerza dentro de la materia, y las dos son una, y dependen de su existencia de una tercera, que es la misteriosa causa de su existencia. Hay un mundo de alma dentro del mundo de la materia, y los dos son uno, y son causados por un mundo del espíritu «.
Siguiendo con esta crítica del materialismo, más tarde llegaría Jean Gebser, quien en su libro «Origen y presente» dice:
Una nueva realidad espiritual es sin duda la única seguridad de que se puede conjurar la destrucción material que nos amenaza, y tan solo su realización parece garantizar una subsistencia de la humanidad contra los poderes de la técnica, de la “ratio” y el caótico estado de ánimo.
Si nuestra conciencia, y me refiero a la concienciación, vigilancia y claridad del individuo, no logra ayudar a que irrumpa una nueva realidad y a que ejerza sus efectos, entonces tendrán razón los profetas de la decadencia. Todo lo demás es ilusión. Con esto se plantean grandes exigencias a cada uno de nosotros, y cada uno de nosotros está cargado de responsabilidad.
Henry Corbin, el gran puente entre el misticismo sufí y la academia occidental, escribe en su «Cuerpo espiritual, tierra celeste»:
Esto es sin ninguna duda lo que hemos olvidado en Occidente, desde que se perdió la “batalla a favor del Alma del mundo”. Una vez perdida esta batalla, la imagen es presa de todas las degradaciones, de todas las desvergüenzas de una imaginación que ha perdido su eje orientador y, con ello, su función cognitiva. Ya no se conocen más que las imágenes derivadas de lo sensible o que son perceptibles a través de los sentidos (la llamada civilización de la imagen, la pantalla de cine). A partir de ahí, ya no hay imágenes metafísicas, ni metafísica de la imagen y de la imaginación, ya que el principio de esta es que, mediante el órgano del alma, por su función imaginadora, es el propio universo del Ser el que se revela en las Formas imaginales del mundus imaginalis, que revelan eo ipso al alma misma su propia imagen, su álter ego, al mundo del Malakūt.